Bienvenido estás, pues aquí:

Soñarás sin saber, suaves susurros sobre tu piel.

Pálido brillo el de mi mente.

En medio de todos los ruidos, del bullicio y las conversaciones, yo no podía escuchar nada. Era como una isla, sola y alejada de los demás, aislada gracias a mi pequeño mar personal de lágrimas. Mi cuerpo estaba bien, pero lo peor era mi interior, lleno de dolor y decepción, con telas de araña fuertes que irradiaban amargura. No podía evitar llorar por lo perdido, no dejaba de sollozar por lo recién descubierto que tanto me había alegrado y tan rápido me había abandonado. Las horas se deslizaban sobre mí dando paso a una noche que cubría todo con su velo, haciéndolo más absurdo e irreal, provocando que me diera cuenta de que las estrellas estaban en realidad demasiado lejos como para que un simple mortal, alguien como yo, pudiera rozarlas siquira con las puntas de sus dedos. Y que, en medio de la galaxia, estaban tan centradas en deslumbrarnos con su luz que no daban cuenta de que nos habíamos quedado ciegos. Ignorantes de nuestras propias limitaciones terrenales. Todo se quedó grabado en mi memoria con un fuego que ni el más puro manantial lograría apagar, aunque el tiempo fuera menguando el sufrimiento.

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