Bienvenido estás, pues aquí:

Soñarás sin saber, suaves susurros sobre tu piel.

Acerca de lo malo que puede ser el bien.

Erase que se era esta la historia de un hombre en su entereza magnánimo, siendo su mayor defecto el ser tan perfecto que hasta el Sol envidiaba el brillo desprendido por sus cabellos, y el rubí sus labios rojos por tantas mujeres ansiados, y el ciprés su altura y bien formado y fornido tronco, y el mejor de los comediantes su manera de divertir a cualquiera que se le acercase.
Siendo pues como era, y ducho además en cualquier tipo de arte (tanto amatoria como de lucha; con mujeres, hombres o acariciando cualquier tipo de instrumento), no podía ser éste otra cosa que príncipe de un gran reino.
Sin embargo no todo es felicidad, y aunque radiante y rebosante de virtudes no tenía el príncipe mujer a la que entregarse. Pues, como era sabido únicamente por sus más allegados, era él en el fondo egoísta, presuntuoso, orgulloso del primer pelo de su cabellera al último de los dedos de sus pies, y no amaba a otra persona más de lo que se amaba a sí mismo. Pero, debido a su arrogancia y pensamiento de ser omnisciente acerca de su propia persona y carente de tara alguna, no aceptaba ninguna crítica hacia su persona y a todo aquel que lograra insinuar lo contrario mandaba decapitar bajo su propia supervisión.
Un día, una noche más bien, despertóse sobresaltado. No puede decirse que sudoroso, pues no sería decoroso en alguien de tan alta distinción, pero sí sofocado ante la viva imagen que permanecía en su mente. Había muerto. Había muerto, en medio de un charco de sangre azul. Había muerto, en medio de un charco de sangre azul, sin nadie que lo lamentara y quisiera morir con él. Y veía esto tan real que casi muere de espanto.
Solo. Solo, como toda su vida había estado. Solo, como toda su vida había estado, sin haberse dado cuenta hasta entonces.
Levantóse entonces y, mirándose al espejo, empezó a llorar. Una lágrima acabó, sabe Dios como, haciendo ondear la superficie del espejo. Fijóse en ese instante el ya conocido príncipe en como se introducía a través del espejo, con suavidad.
Delicada, lentamente, su reflejo engulló la dichosa lágrima. Y él acercó la mano, asombrado, de forma lenta y premeditada, ¿se estaba volviendo loco acaso? Esto meditaba cuando uno de sus dedos rozó la superficie del mencionado objeto. Propiamente dicho, para no faltar a la verdad, no se sabría si rozó o simplemente se deslizó a través de la misma, que pasó a ocultar, además de la lágrima, su extremidad superior.
Hallábase anonadado, ¿acaso, realmente, estaba enloqueciendo? Decidióse, valientemente, a comprobarlo. Atravesando ya por entero su cuerpo el objeto, encontróse en medio de un prado.
Y sabed que no es menester que imaginéis uno idílico, ni mucho menos.
Había flores, y un Sol brillante bajo el cual pequeños críos jugueteaban, mientras caninos vigilantes y fieles les rodeaban sin apartar vista, y un lago inmenso en medio del valle, con las montañas por detrás y ciervos bebiendo de sus aguas. Y ahora pensaréis qué hay de malo, pues bien, me presto a iluminaros. Eran las flores cardos, y rosas mustias y amapolas negras, margaritas sin pétalos y campanillas sin tintineo. Era un Sol castigador, que azota con su calor a todo aquel sabedor de su existir. Por no mentar a los niños, flacos y desnutridos, quemados por el astro maldito, desganados jugando con el barro que rodeaba el lago. Y el agua negra, helada, y temible de adentrarse en ella. No hemos de olvidar las montañas, tan picudas, altas y filadas que miedo daba la idea de intentar escalarlas y llegar a la cumbre, cubierta de la nieve más lúgubre que ningún hombre ha podido ver nunca. Sin olvidar a las bestias, así llamadas por sus cuerpos cadavéricos y sus miradas de espanto, ojos sin vida y carentes de encanto.
Aterrorizóse el príncipe ante semejante escena. No podía ser ello más desolador, y preguntóse por qué. ¿Qué le amedrantaba de ese paisaje, a él que había visto agonizar ante sus propios ojos cientos de personas, de decenas de maneras?.
Sobre esta cuestión divagaba cuando la vio. Vestida iba con un sayo suave, de tejido delicado y vaporoso ahí donde más se requiere provocar a la vista. Adelantóse unos pasos, acortando la distancia con aquella que no parecía otra cosa que un ángel vengador en aquel paisaje, con sus cabellos hasta la cintura de un negro reluciente y sus ojos que no se podía precisar si eran índigos, glaucos o ambarinos, pues se entremezclaban unas y otras tonalidades en una nebulosa que no dejaba ver nada más que el irisado de ellos. Acabó entonces la mujer (a medio camino entre adolescente y adulta, pero con el mirar de una anciana) con el espacio que los separaba para situarse muy próxima a él. Y estableció por vez primera contacto, diciendo:
- ¿En qué piensas?.
- ¿Qué quiere decir vuesa merced? ¿Acaso no es una aparición, fruto de mi deseos de escapar de la desolación que me rodea y sofoca mi espíritu?.
- Decir que no sería lo correcto, y también una mentira en cierto aspecto, al aparecer yo por la proyección de tu desesperación, pero siendo tan real como tú mismo.Yo, querido, soy Dios. No te pregunto tu proceder, eso ya es sabido por mí.¿En qué piensas?.
- ¿Pretende acaso un producto de fantasía hacerme creer el ser una divinidad, la única en la única religión verdadera por la que tengo al cristianismo católico? Tengo yo por entendido, no obstante, que en el caso de serlo debiera usted ser hombre, corríjame si me equivoco.
Rióse ella, con una actitud tan humana como melodiosa era su voz, y replicó:
- Creencia ancestral, voz popular. ¿Cómo no iba yo a pertenecer al que siempre ha sido considerado el género más fuerte?.
- Perdóneme
- No tengo nada que perdonar, pues tampoco errado estás. Como Dios que soy puedo adoptar cualesquiera de las formas y cuerpos que el planeta moran. Puedo ser ave, reptil, pez, anfibio o mamífero. También planta, o río, mar, montaña. Puedo ser natural, al ser mi esencia la propia Naturaleza de todo. Pero es mi preferencia la figura humana, dado que en mis apariciones más credenciales me da. ¿No sería más difícil confiar en mis palabras si dichas fueran por un animal o vegetal? Los hombres y mujeres se creen tan por encima de todo que ni siquiera se percatan ya del poder de un origen común, y no hacen caso a ninguna señal dada por aquello que no pertenezca a su especie. ¿En qué piensas?.
- Se halla en lo cierto, mi sabia acompañante. Mas, si es que el género humano actúa de tal forma, es por su clara superioridad.
- Es ese pensamiento por el que aquí has llegado, hijo. Tan vanidoso eres, que descuidas hasta los modales al dirigirte al ser que creó todo cuanto tú, insignificante y finito humano, conoces.
- Discúlpeme, mi insolencia es precisa a la hora de manifestarse, ¿en qué he faltado yo a su respeto?.
- En decir abiertamente que un elemento por mí creado se halla por encima del resto. He de admitir que en un principio puede así verse, pero sólo por el hecho de poseer determinada habilidad no es mejor, sólo una mejora añadida, en compensación a la carencia de muchas otras.
- Me reitero en mis disculpas, no hago más que decir sandeces.
- Por algo piensas, humano.
- ¿El tener la facultad intelectiva facilita entonces, a su vez, la propia ignorancia?.
- Eso ya lo sabéis desde hace mucho, por algo tenéis la capacidad suficiente para ver su limitación. Lo que no entra en vuestra mente es que esa propia desvirtud, exclusiva de los humanos a gran escala, es la que propicia el no ser mejor ni peor, sino algo ecuánime, cuya única distinción es el poder elegir entre el bien y el mal.. Darse cuenta de sus propias acciones y modificarlas en función de lo moralmente correcto.
- Eso hago yo.
- ¡Ah! Bendito seas en tu propio engaño. Y digo propio al haberme ya demostrado que tus visiones acerca de ti son bien diferentes. Mira en derredor , ¿en qué piensas?.
- Es este el paraje más inquietante que jamás haya sido contemplado por cualquiera de los entes que habita la tierra, conmovedor hasta lo impensable y capaz de hacer sentir pánico  y tristeza al más insensible. ¿Puedo preguntaros dónde nos encontramos, en tan grata compañía y tan siniestra campiña?.
- Esto, que tanto te aterra, no es ni más ni menos que tu interior. Esta es la representación de tus valores más profundos.
- ¿Qué? No cuestiono cómo osa atreverse dado que siendo omnipotente todo se puede, pero no puedo sino contrariarme. ¿Algo que tanto me hiere puede estar dentro de mí mismo y haberme dado yo cuenta únicamente ante la demostración por usted exhibida? ¿Cuán ajeno puede serse al mal que en nosotros descansa?.
- Siendo humano, todo se puede. Tú mismo eres aquel que cree que siéndolo se llega a alcanzar la cumbre de todo cuanto hay. Pues bien, no era otro tu propósito que el que has alcanzado.
- ¿Esto es lo mejor a lo que un hombre puede aspirar, pues?.
- Absolutamente. Es lo mejor, sin duda, dentro del mal. En tu percepción de la realidad has pasado por encima de todo aquel que tus palabras pretendiera contradecir, e incluso matando has tenido el pensamiento de obrar tal como debes.
- ¿Pero por qué esto es lo que veo y no otro tipo de tortura? ¿Por qué un campo tan degenerado, animales desgarrados y niños sufridores? Jamás los toqué a ellos, ni hice nada en su perjuicio.
- Porque, al igual que una mancha negra siempre se verá mejor en un fondo blanco que en uno azul marino, el reflejo de tu grotesco pasado como mejor se ve retratado es en las mejores muestras de inocencia, almas puras sin ningún tipo de cargo de conciencia. Y, no obstante, a otros niños hiciste daño.
- ¿Cuándo aconteciera, que no puedo rememorarlo, el a semejantes criaturas haber causado yo algún detrimento?.
- Mataste padres, dejaste chiquillos sin defensor, ni procurador de que sus necesidades cubiertas estuvieran.
- ¿Y el lago, el Sol, las montañas? No pueden ser consecuencia de mi maldad.
- Absolutamente en acuerdo estoy. Respecto a ellos, representan tu corazón; el epicentro de tu realidad: el lago oscuro e inhumano al estar contaminado de tanta sangre ajena que tú derramaste. El Sol; la luz de la razón: abrasadora, castigadora como el daño que a otros tantos has causado, a muchos a los que estaban a tu subordinación tanto como lo estás tú mismo dependiendo de esta estrella. ¿En qué piensas?.
- En las montañas.
- ¿Cuáles? Sólo veo blanco más allá de lo que te he descrito. Pero adivino a que puedes referirte.
- Explíqueme, su Santidad, ¿de qué manera sus ojos esquivan las escarpadas tumbas de tantos como intentan a ellas subir?.
- Despejaré tus dudas, estate en paz. Esos picos que ves con tus miedos. Y los ves porque, en tu beneficio o perjuicio, ya eres consciente de tu perversidad.
- ¿Y qué es lo que resta?.
- Lo que tu valor elija. Mucho se ha debatido respecto a si es necesario más coraje para matarse o para vivir con la culpa. ¿En qué piensas?.
- En que mientras vivir con ella te honra, concluirla es lo heroico.
- Te dejo forjar tu decisión, y no influirá en ella nada de lo que yo sepa, pues nada más te diré. Un placer, como es habitual, ha sido el hablar con uno de mis hijos.
- Pero...
- Adiós, o a donde quieras ir.
Desvanecióse Dios tal como llegó, de improvisto. Y despertóse el príncipe en su cama.
A la mañana siguiente no hubo amanecer que contemplase. Entró la criada como de costumbre, al alba, con intención de despertarle, y no hubo grito en toda la región más fuerte que el suyo.
Desangrado, decoradas sus vestimentas de un rojo escarlata, estaba su cuerpo. Un trozo de cristal en su mano, sin tensión alguna sujeto al no tener el muerto ni voluntad ni nada más que el propio cadáver que quedó de todo lo que él fue y llegó a ser.
Y, en el espejo, su última intención:
''Con mi sangre pago su sangre, con mi último aliento sus últimos gritos. En paz muero, y como muero permanecerá mi recuerdo: en un charco de gloria, siempre vivo.'' 

2 comentarios:

  1. “¿qué quieres de mi?”, era la pregunta que latía en su cerebro como una clave sin descifrar. “Qué quieres de mi?”, gritaba en silencio a las mesas en las que comía, a las salas donde se celebraba una reunión y a sus noches sin sueño. Se lo gritaba a Jim y a aquellos que parecían compartir el secreto de él. “¿Qué quieres de mi?” No lo preguntaba en voz alta porque sabía que nunca conseguiría una respuesta. “¿Qué quieres de mi?”, se decía con la sensación de estar corriendo, aunque sin disponer de espacio por donde escapar.
    ¿Qué quieres de mi?-Preguntó en voz alta y se vio sentada a la mesa del comedor, mirando a Jim, a su rostro febril y a la mancha de agua que se empezaba a secar sobre el mantel.
    No supo cuanto tiempo el silencio había reinado entre ambos y la sobresaltó el silencio de su propia voz al formular esa pregunta que no había tenido intención de hacer. No esperaba que él la comprendiera porque nunca pareció comprender las preguntas más sencillas. Sacudió la cabeza, esforzándose para volver a la realidad.
    Con cierto aire de burla, como si se mofara de sus opiniones acerca de él, Jim respondió:
    -Amor.
    Ella se hundió otra vez en la desesperanza, frente a una respuesta tan simple y tan sin sentido.
    -Tú no me amas-añadió acusador. Ella siguió en silencio-.Si me amaras no me harías semejante pregunta.
    -Te amé en otros tiempos-respondió Cheryl con tristeza-, pero no por lo que deseabas ser amado. Te amé por tu valor, por tu ambición, por tu inteligencia, pero nada de eso era verdad.
    El labio inferior de Jim se adelantó un poco, despectivo.
    -¡Qué estúpida idea acerca del amor!-exclamó.
    -Jim, ¿por qué razón quieres que te ame?
    -¡Qué despreciable actitud de vendedora ordinaria!
    Ella no contestó. Lo miraba con los ojos muy abiertos, en silenciosa pregunta.
    -¡Ser amado por algo!-exclamo Jim, seguro de estar en lo correcto-.¿De modo que, a tu juicio, el amor es cuestión de matemática, algo que puede cambiarse, pesarse o medirse como un kilo de mantequilla sobre el mostrador de cualquier negocio? No quiero que se me ame por nada. Quiero que se me ame por mi mismo, no por lo que haga, o tenga, o diga, o piense. Por mi mismo, no por mi cuerpo, mi mente, mis palabras, mis obras, ni mis actos.
    -Entonces…¿qué eres tú?
    -Si me amaras no lo preguntarías.-En su voz sonaba una aguda nota de nerviosismo, como si oscilara peligrosamente entre la cautela y un ciego impulso sin objetivo. –No lo preguntarías. Lo sabrías. Lo sentirías. ¿por qué estás siempre intentando rotularlo y definirlo todo?¿No puedes elevarte sobre esas simples definiciones materialistas? ¿Es que no sientes…simplemente sientes?
    -Si, Jim, siento-respondió en voz baja-, pero procuro evitarlo porque…porque lo que siento es miedo.
    -¿de mi?-preguntó él, esperanzado.
    -No, no exactamente. No es miedo de lo que puedas hacerme, sino de lo que eres.
    Jim bajó los parpados con la rapidez de quien cierra de golpe una puerta, pero Cheryl alcanzó a apreciar un increíble destello de terror en sus ojos.

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  2. -¡Tú no eres capaz de amar a nadie, eres una barata buscadora de oro!-gritó de pronto en un tono carente de color, pero ansioso de herir-. Si, he dicho buscadora de oro. Existen muchas formas de hacerlo, además de la codicia del dinero y de otras formas peores. Eres una buscadora de oro del espíritu. No te casaste conmigo por mi dinero, pero si por mi inteligencia, mi valentía o cualquier otro valor al que pusiste como precio tu amor.
    -¿Quieres…que el amor…no tenga motivos?
    -¡El amor es un motivo en si mismo! Está por encima de causas y razones. El amor es ciego, pero tú no serías capaz de sentirlo. Posees el alma mezquina y calculadora de una vendedora que comercia pero que nunca da. El amor es un don libre, incondicional y lleno de grandeza, que transciende y que lo olvida todo. ¿Crees que resulta generoso amar a un hombre por sus virtudes? ¿Qué entregas tú a cambio? Nada. No es más que un acto de fría justicia pensar que no se recibe más que aquello que se ha ganado.
    Los ojos de Cheryl estaban ahora sombrios, con la peligrosa intensidad de quien está vislumbrando un objetivo.
    -Quieres que sea inmerecido-dijo. No interrogaba, pronunciaba un veredicto.
    -¡Oh! ¡No comprendes!
    -Si, Jim, comprendo. Eso es lo que deseas, lo que todos desean. No quieres dinero ni beneficios materiales, ni seguridad económica ni ninguna de esas cosas que siempre pides. –Hablaba con tristeza y monotonía, atenta solo en poner en palabras claras aquel tormentoso caos que vibraba en su interior. –Todos vosotros, los predicadores del bienestar, no vais en busca del dinero no ganado. Por el contrario, quereis compensaciones, pero de diferente clase. Dices que soy una buscadora de oro del espíritu del oro porque busco valores. Entonces, vosotros, los predicadores del bienestar… sois meros saqueadores del esspíritu. Quieres un amor no ganado, una admiración si base, una grandeza que no hayas trabajado. Sin la necesidad de nada, sin… la necesidad… de ser…
    -¡Cállate!- gritó. ¿Qué crees que estás diciendo?
    -No lo sé… respondió Cheryl, cansada, bajando la cabeza como si la forma que había intentado capturar hubiera quedado fuera de su alcance-.No lo sé… No me parece posible…
    -Más vale que dejes estos temas que te superan o…
    Pero tuvo que detenerse, porque en ese momento entró el mayordomo con la botella de champán en habían ordenado.

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